Vacía e inhóspita yacía tirada en lo más bajo y soez de una repugnante suela, la que alguna vez fuera una lámpara, fuente de sabiduría y enseñanza; que hoy pareciera un receptáculo marrullero y preocupado por su forma y perfil. De tranquilos matices, cual antípoda contraste a la realidad engreída; de boca amplia, como si fuera la avaricia de Sancho Panza; de dibujos fantásticos, extremados, extravagantes, extraños a una cultura milenaria, una gnosis que los Incas amaron y cuidaron como sus vidas, un conocimiento tan complejo, que dejó perplejo al más vil esclavizador.
Lumbrera por los pisos, una costumbre habitual y de carácter particular como legado; brillosa doblegada y expiada con el vilipendio y poca consideración de los nativos del rural y arcaico Ainy.
La tarde se deslizaba entre las aguas de un turbio manantial, frescas, torrentosas, fluidas e inesperables como el bien y el mal; densas gotas de vida apaciguaban los crímenes en Ainy. En el cielo, incrustados como dos camaradas de sepelio: el Sol y la Luna, inseparables compañeros de un trágico, común y ordinario día poblano.
Las nubes inestables en color y magnificencia, como el marco del lienzo de pintor se asemejaban a motas de algodón suspendidas, o manchadas por un ocre de cinc, que perturba la luz del paisaje pintado de color.
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